Primera parte
La verdad de cómo llegué hasta ese desierto es más difícil de aceptar que cualquier historia a la medida, elegante y complaciente. Solo diré que esas arenas han estado desde siempre aunque no sean las mismas para todos.
Estar allí era una oportunidad y dejarla pasar por temor o peor aún por comodidad era algo que para mí, en ese momento de la vida, ya no era una opción.
Hubiera podido darme la vuelta y volver por el mismo lugar, por el mismo camino por el cual había llegado. ¿Pero a donde?
Era más segura la muerte sumido en el sueño y la ilusión mundana, que la posible y muy real que tenía delante de mis ojos. Y no tardaría mucho en darme cuenta de cuan real podía ser la muerte.
Había recorrido la mitad del mundo y ya había aprendido lo más importante para uno, no sabía nada acerca de mi y todo lo que había creído que era se desmoronó con esa comprensión.
Y así pisé sus perennes arenas, caminé como había aprendido en tantos viajes, la línea de fe de mi brújula marcaba el rumbo. Por un momento ‘’línea de fe’’ tenía un significado nuevo para mí.
Así avancé, sostenido por el significado, tratando de comprender el idioma de las arenas.
Y así aprendí que el idioma de las arenas es una lengua que habla de lo verdadero y de lo falso y su verdad es revelada grano por grano. Verdades de belleza sutil y despojada, difíciles de ver a primera vista igual que la belleza del desierto.
En este desierto no hay más para ver que lo que somos de momento. Igual que las dunas cambiamos, tomamos formas y aquello que parecía verdadero se desvanece. Así uno empieza a ver el espejismo, lo ilusorio, la mentira veraz.
Tras días de marcha bajo un sol inmutable, inescrupuloso, en estas arenas y en esta soledad lo que no es verdadero en uno quema tanto como el sol del mediodía, ese mismo sol que calienta la piedra y la lagartija nos iguala y es doloroso el reconocimiento de la forma.
Así pude ver como todo el desierto se mueve cada día y su geografía desapegada de sí misma es un recordatorio silencioso de lo que es necesario. La infinita masa de arena renuncia a lo que parece, con la libertad sin igual que da el no temer la perdida de lo que es por siempre inalterable, la propia escencia.
Cada grano de arena es el desierto y sentir su coherencia nos arrebata y nos muestra la falta, el deber no cumplido. En manos de este desierto, ser es un proceso que requiere de disolución, de la humilde erosión de las durezas o de lo endurecido.
Ir al encuentro de las arenas con miedo solo quiere decir que lo que debe morir en uno todavía se defiende de la perdida, y resiste lo inexorable. Resistirse es negar y es no dejarse llevar, no dejarse absorber por las arenas. No dejarse absorber por las arenas es seguir sin aceptar, es evitar que la disolución de lo falso acabe con la forma.
Aquí es posible vaciarse de sí mismo y penetrar en las paradojas del mundo sutil. Un mundo donde la contradicción mata y la mirada enceguecida por el sol del tiempo exige ver en lo pequeño. Llegar hasta el silencio que no es más que el recogimiento humilde que genera la inmensa bastedad, el horizonte eterno que no considera escala humana y siempre está más allá de nuestros pies y nuestras pretensiones.
Caminé hasta que olvidé todo lo creado. Miré hacia atrás y mis huellas habían desaparecido. Los únicos pasos que permanecen acá, las únicas huellas que el tiempo no borra son las de Dios.
Querida Ana,
ResponderEliminarGracias por la posibilidad de compartir que me abrís en tu blog!!! Quedó bella la presentación que hiciste del escrito. Desde lo profundo de mi corazón un gran abrazo.